martes, 19 de marzo de 2024 00:52h.

El Minotauro: la represión y la juventud sacrificada; por Wolfgang Gil Lugo

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Opositores se reunieron alrededor del sitio donde Carlos José Moreno recibió un disparo en la cabeza y entonaron el Himno Nacional. Plaza La Estrella, San Bernardino. 19 de abril de 2017. Fotografía de Indira Rojas

“No me tiene que preguntar a mí, señora –ha declarado–, por qué la policía persigue a los niños, los persigue, les dispara y los mete en la cárcel. No me pregunte a mí” Coetzee, La edad de hierro.

Según Ovidio (Metamorfosis, VIII), desde la Atenas arcaica, un barco cargado de jóvenes navegaba regularmente a Creta para entregar su humano tributo a una bestia antropófaga.

El horrible ritual era esencial para mantener la hegemonía cretense sobre la Grecia primitiva. De acuerdo al antiguo mito, el rey Minos de Creta debía su dominio al Minotauro, una trágica bestia encarcelada en un laberinto bajo el palacio real.

La mitología nos proporciona arquetipos para comprender la complejidad del alma humana. En el arquetipo del Minotauro se hace evidente su cabeza bestial en un cuerpo humano. Lo que se puede interpretar como la nulidad de la razón, precisamente lo que nos constituye como persona. A esto hay que agregar que hace explícita la relación entre el poder irracional y el sacrificio de la juventud inocente.

Novecento (1976), de Bernardo Bertolucci, narra las cinco primeras décadas del siglo XX en Italia. El argumento se centra en el nacimiento del fascismo. El personaje que encarna esta ideología totalitaria es Attila Mellanchini, el camisa negra interpretado por Donald Sutherland, un personaje que se bautiza en sangre como fascista con el asesinato gratuito de un niño. Esa escena es la más chocante de toda el film y también la más difícil de olvidar.

Los gobiernos dictatoriales necesitan refrendar su autoridad con la muerte de sus enemigos políticos, pero también con el sacrificio de niños y jóvenes inocentes.

El origen del Minotauro

Ovidio nos brinda una recreación del mito. El poeta latino echa mano de una fuente más antigua: la Biblioteca de Apolodoro, quien, en el libro III, relata la historia de las dinastías cretense y ateniense. Es en Apolodoro, además, donde aparece por vez primera el nombre del monstruo: Asterión.

En Creta reina Minos, hijo de Zeus y Europa. Minos logra convertirse en rey de Creta cuando la isla era el centro económico de Grecia. Para lograr el trono en disputa, ruega ayuda a Poseidón, dios de los océanos. Le promete que sacrificará el primer toro que se presente ante él. Poseidón, entonces, hace salir un toro blanco del mar. Minos queda fascinado por la belleza del animal. Tanta es su ansia de guardarlo para sí, que decide no sacrificarlo y lo envía a sus establos reales.

Tal acción de Minos se convierte en una ofensa para Poseidón. Como consecuencia, recibe un castigo terrible. El dios hace que la mujer de Minos, Pasifae, se enamore locamente del toro. La reina, quien además es hija del Sol, con la ayuda de Dédalo el legendario inventor, construye una vaca de madera, con la que podrá dar rienda suelta a su pasión por el toro. De estos amores antinaturales va a nacer un híbrido: el Minotauro, un ser con cuerpo de hombre y cabeza de toro, que se alimenta de carne humana. Cuando Minos descubre lo acontecido decide ocultar al Minotauro, ya que no podía matarlo por ser nieto de un dios.

Entonces encarga a Dédalo la construcción de un lugar del que el monstruo no pudiese salir nunca: el laberinto. Pero el minotauro necesitaba comer carne fresca. Por tal motivo, Minos impone a los atenienses la carga de enviar a Creta víctimas sacrificiales: siete muchachos y siete muchachas cada nueve años.

Los jóvenes sacrificados por Pinochet

En Coquimbo, chile, hay un monumento conmemorativo que se llama el Mirador de los Ángeles. Es una lápida en forma de libro abierto. Ese monumento fue erigido para recordar la trágica desaparición de Jim Christie Bossy, de 7 años de edad, cuando esperaba la navidad de 1973. La tarde del 24 de diciembre jugaba en la calle junto a Rodrigo Javier Palma Moraga, de 8 años. Ambos fueron ultimados por miembros del Ejército que custodiaban gasoductos en el sector de La Herradura. La madre de Jim, Maria Josefina Bossy Berruyer, fue arrestada en el regimiento Arica, acusada del secuestro de su hijo, sometida a vejaciones por los militares.

Cuatro años más tarde, los cuerpos de los menores aparecieron en el mismo lugar donde se les perdió huella, el mismo sector tantas veces rastreado sin resultados. En 2002, el juez Juan Guzmán Tapia ordenó la exhumación de los cuerpos, certificando los impactos de bala que provocaron ambas muertes.

Ese no fue un caso aislado. “Sergio Alberto Gajardo Hidalgo, un adolescente chileno de 15 años, caminaba por una población de Santiago rumbo a la casa de sus tíos el 15 de setiembre de 1973 cuando fue baleado por una patrulla militar en la cabeza, cuatro días después del golpe de Estado que derrocó a Salvador Allende. Sus familiares buscaron desesperadamente su cuerpo hasta 1991, cuando lo encontraron en una tumba NN del cementerio de Santiago. Una suerte similar corrieron Nadia Fuentes, que recién había cumplido 13 años, y la jovencita embarazada Elizabeth Contreras, ejecutada por la policía chilena tras hacerla correr, dispararle y arrojar su cuerpo al río Mapocho en octubre de 1973. Estos son algunos casos de los niños víctimas del régimen militar del general Augusto Pinochet” (El Clarín, 29/01/1999).

En total, son 307 los jóvenes y niños registrados, de 20 años y menos, que murieron o desaparecieron por acciones ejercidas por agentes del Estado durante la dictadura de la junta militar dirigida por Augusto Pinochet, entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990.

Como puede verse, muchos de estos menores de edad no mueren como consecuencia de la militancia política de sus padres, o por estar junto a ellos al momento de su detención. Son víctimas de la orgía de violencia que se desata desde el poder, el rostro más oscuro de la muerte, la condición humana a su nivel más bajo. En situaciones como estas de barbarie surge de nuevo el ansia del Minotauro.

Los jóvenes sacrificados por las mafias mexicanas

También exigen su cuota de sangre joven las democracias que han sido tomadas por la corrupción y el crimen organizado. Desde hace casi tres años, nos hemos acostumbrado a ver manifestaciones en México que llevan fotografías de unos jóvenes normalistas, que desaparecieron en condiciones muy oscuras.

Según la procuraduría mexicana, la noche de la desaparición de los estudiantes en 2014, un grupo de policías municipales uniformados, probablemente con permiso o incluso por orden directa del alcalde de Iguala —casado con una hermana de dos operadores de un cartel del narcotráfico—, detuvo a los estudiantes cuando trataban de apoderarse de cuatro autobuses para desplazarse a una manifestación en la capital. Seguidamente los entregó a un grupo de sicarios de la organización criminal Guerreros Unidos que los interrogó, asesinó y quemó en el basurero de Cocula. El gobierno argumentó que Guerreros Unidos había confundido a los estudiantes con miembros de Los Rojos, una agrupación criminal rival.

La persecución y detención de los 43 estudiantes, y el asesinato de al menos seis personas más aquella noche de septiembre en Iguala duró horas. Tiempo en que las fuerzas de la policía municipal actuaron ante los ojos y la complicidad del ejército, que no intervino, según consta en la investigación, divulgada por diferentes medios locales.

Los jóvenes sacrificados por el apartheid

Los regímenes racistas también están dispuestos a exigir su cuota de sangre. En Soweto, un barrio al oeste de la ciudad sudafricana de Johannesburgo, hay una fotografía conmemorativa de los sucesos que ocurrieron allí en la época del apartheid. La imagen registra al cadáver de Hector Pieterson, un chico de solo doce años, en los brazos de un compañero de escuela.

La “masacre de Soweto” fue una violenta represión contra una manifestación en el suburbio del mismo nombre, que tuvo lugar el 16 de junio de 1976. Esta protesta fue realizada por los jóvenes de raza negra en oposición a las políticas educativas discriminatorias instauradas por el gobierno del Partido Nacional. Los jóvenes exigían la supresión del Decreto que imponía el Afrikáans, un derivado del holandés, la lengua de la minoría blanca, sobre el inglés y los dialectos tribales, por considerar esta imposición ofensiva. Los activistas convocaron a la mayor cantidad posible de escolares para marchar por las calles de Soweto.

Ante el creciente número de manifestantes, la policía lanzó perros de presa contra los escolares. Cuando éstos reaccionaron apedreando a los perros, los agentes policiales dispararon armas de fuego sobre la multitud. La manifestación salió de todo control y las autoridades enviaron en el curso del día cerca de 1.500 policías con armas de fuego de largo alcance para dispersar a tiros a la multitud, con órdenes de “restablecer la calma a todo precio”. Al final del día, el Gobierno sudafricano había asesinado a 566 niños. Una de las primeras víctimas de esta masacre fue Hector Pieterson.

El fin de la infancia

Cuando hablamos de situaciones como esta, donde el poder muestra toda su irracionalidad, aparecen estos minotauros sedientos de sangre. En ellos se revelan los aspectos más oscuros de la psicología humana. Conflictos como esos son plasmados en la novela La edad de hierro, de J. M. Coetzee, que narra el cuadro espantoso del apartheid en Sudáfrica y sus consecuentes miserias humanas. Allí los jóvenes se ven enfrentados a un régimen injusto, donde los gobernantes están dispuestos a inmolar a los jóvenes en el altar de la opresión. Nadie parece estar a salvo de la insaciable voracidad del Minotauro.

Lo recordamos, cuando en estos 50 días de protesta venezolana, 8 de los 48 fallecidos tienen menos de 18 años.

Nos queda el consuelo de pensar que la destructividad del Minotauro no está dirigida solo al exterior, sino que conlleva una pulsión suicida. De acuerdo a un relato de Borges, La casa de Asterión, la vehemente soledad del Minotauro era solo comparable al miedo que inspiraba por todas partes. Así que, junto a su insaciable apetito, irá creciendo en su interior su tentación autodestructiva.

Eso explica el paradójico final del cuento de Borges, cuando Teseo, un joven héroe ateniense, que iba entre los muchachos ofrendados al Minotauro, cuenta la inusual actitud del monstruo al perecer en sus manos:

“El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre. —¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió”.

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