jueves, 28 de marzo de 2024 12:52h.

Eros, crimen y poder; por Federico Vegas

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Al principio fue un hombre sin ningún poder. Era un prisionero que manifestaba su rendición y absoluta responsabilidad por la derrota. Otros lo habían hecho bien, él no. Su único argumento era una apuesta al futuro y esa fuerza misteriosa que nadie sabe de dónde viene y cómo se conduce: el erotismo. Eros exhibe sin pudor que la manera de conseguir siempre lo que se quiere es jamás sentirse satisfecho y ha quedado reseñado en la mitología como irresponsable e incontenible, y ciertamente había algo seductor en la estampa de aquel teniente coronel, el jefe de una quimera, y en su verbo obsesionado y lleno de veladas promesas.

Existía y continúa existiendo en esa imagen fundacional el trágico trasfondo de un crimen generado por el golpe militar más traicionero que ha conocido la historia de Venezuela: soldados venezolanos atacaron por sorpresa y desde la oscuridad a soldados venezolanos, y hubo muertos. Pocos recuerdan sus nombres, sus rostros, cuántos y quiénes fueron, pero seguro que en sus familias, entre sus madres y sus hijos, esos asesinatos dejaron ondas de dolor y desconcierto que continúan expandiéndose. El crimen le quita a la muerte su único posible consuelo: ser natural.

Hoy nos gobierna un hombre que solo tiene poder y ningún erotismo. Nada en él seduce ni fertiliza, ni entusiasma. Se apoya en manifestaciones cada vez más descarnadas de omnipotencia e ínfulas de permanencia. Las palabras que más utiliza son, paradójicamente, “amor” y “paz”, y las pronuncia con saña, revelando que por imponer ese amor y esa paz está dispuesto a aplastar un país al que va dejando de pertenecer. Todo en él está regido e invertido por esa muerte de Eros que le ha tocado representar con fruición, y, mientras más trata de ser amoroso, o gracioso, o pacifista, resulta más patético, torpe y falaz. El esfuerzo de ser lo que no es lo desenmascara, lo agota, y él mismo nos confiesa su obra aniquiladora. Habla de trabajar “con fuerza, con amor en las catacumbas del pueblo para atender las necesidades de las familias venezolanas”. Las catacumbas son esas galerías subterráneas que algunas civilizaciones construyeron y utilizaron como lugar de enterramiento. La palabra proviene del griego cata, “hacia abajo” y de la raíz latina cumbo, “yacer, estar acostado”. El gobierno ha labrado esas mismas catacumbas donde espera que el pueblo continúe yaciendo acostado, sumiso, hundido.

II

Es dramático como los oficialistas más jóvenes y prometedores caen en esta trampa. Héctor Rodríguez, jefe de la fracción parlamentaria del gobierno, dice que no le interesa el tema de las elecciones, que asistirán cuando las convoquen. “A mí solo me interesa el CLAP y el carnet de la patria”. A Héctor le atraen los instrumentos de subyugación, esos medios capaces de crear largas filas y humillantes controles para regalar limosnas a los incondicionales. No le atraen las elecciones y el voto porque es el escenario de la seducción, y él prefiere sacrificar su propio erotismo ante el altar del puro poder. Héctor es un hombre leal y agradecido. Pertenece a la camarilla de los que privilegian una lealtad ciega y acuden a rendir cuentas a su líder invocándolo con fervor:

—Comandante, ya casi acabamos con el capitalismo.

La respuesta se va haciendo cada vez más apagada:

—¡Y entonces! ¿Para qué quieres tanto dinero?

—Ha sido el costo de implantar el socialismo.

—¡Y entonces! ¿Por qué tus hijos no viven en Venezuela?

Y ya no hallan qué contestar. Deberían callarse, dejarle al muerto la ofrenda del descanso, pero insisten en exprimirlo con las mismas proclamas de fidelidad. La hipocresía de sus propias vidas es la fidedigna representación de un país moribundo que se va hundiendo bajo el peso de un espectro. Esto explica que luzcan cada vez más apesadumbrados, con el ceño fruncido de la amargura, y también sobrealimentados, embotados, saturados de sus propios estribillos.

Una y otra vez me pregunto qué pensarán esos venezolanos impertérritos, blindados en su terquedad e inconmovibles ante un país en picada. ¿Cómo serán sus noches, cuando despiertan de un mal sueño y no hay guerra económica sino un fracaso suicida? Ojalá Dios les dé el valor de enfrentar su servilismo y puedan decir algún día: “Viví de rodillas y con la cara sucia”.

III

Pienso en los gobernantes por los que he tenido afecto, y aún lo tengo, pues creo en dar continuidad a los buenos sentimiento. Cuando están referidos a nuestros enemigos, nos ayudan a entenderlos. El odio, en cambio, suele ser muy bruto y muy miope.

Jorge Rodríguez ha tenido mi afecto y persiste un hecho que nos une: hubo un crimen en la historia de su familia y también en la mía. Esas ondas que el tiempo va expandiendo a él lo llevó a la política, a mí a la literatura. Y desde esa esfera llena de premoniciones lo imagino, con la fuerza de un sueño recurrente, junto a su hermana frente a la tumba de su padre.

Dice Delcy:

—Cada vez me siento más orgullosa de la herencia que nos dejó nuestro padre.

Después de un largo silencio, Jorge contesta:

—Me pregunto qué pensará de lo que hicimos con su herencia.

Algún día deberán hacerse esa pregunta. La posibilidad de convertirse en los esbirros que asesinaron a su padre los circunda, los acecha. Tiene que ser una carga insoportable temer que la historia de Venezuela los reseñe como partícipes y artífices en un gran crimen, el de orquestar el suicidio de toda una nación.

Podemos juzgar al pasado, pero el pasado no puede juzgar nuestro futuro, y menos pueden hacerlo nuestros muertos. Mientras más amados, más profundos serán sus juicios sobre nuestros actos, y más distantes. Los jueces más exigentes son los que todo lo perdonan y ya no están para juzgarnos.

IV

Creo que la política nació con un crimen. Rómulo mató a su hermano Remo porque no obedeció las leyes que había dispuesto para la fundación de Roma. Rómulo había labrado un gran círculo con su arado y dispuso que esos serían los límites de una nueva ciudad a la que solo se podría entrar y salir por una puerta demarcada al alzar el arado en un tramo. Remo se burló de la endeble zanja y la brincó por un lado cualquiera. Rómulo, lleno de ira, lo mató con el mismo instrumento que había trazado la nueva ciudad.

Es posible que los hechos hayan tenido otro orden. No es casualidad que Caín mate a su hermano Abel y luego funde la primera ciudad que aparece en la Biblia: Enoch. Quizás Rómulo mató a Remo por envidia y, horrorizado por lo que había hecho, creo unas leyes de convivencia para que no volviera a ocurrir un crimen entre hermanos.

La necesidad de la política nace de un asesinato y su propósito es evitar que nos matemos unos a otros. Esto explica que la figura de Chávez surja de un crimen entre hermanos y luego se refugie en Eros para surgir desde la política y con la promesa de una nueva constitución.

Agotado ese erotismo por una irresponsabilidad incontenible y un afán ilimitado de poder, hemos entrado de lleno en la muerte de la política. Venezuela está sometida a la ley del crimen organizado y el desorganizado, al crimen lento y el súbito, al sangriento y al asfixiante, al ejecutivo y al judicial. Del erotismo inicial volcado en una nueva constitución pasamos a la fealdad de un poder desnudo, de expresiones que solo las redime el ridículo, como un presidente que amenaza a su pueblo con inundar las calles de “fuerzas armadas”, y firma esa ley con rabia, en vivo y en directo, mientras, para que no queden dudas, proclama blandiendo la pluma: “¡En este mismo momento la estoy firmando!”.

Puede parecer superficial y frívolo hablar de fealdad habiendo tantas y tan pavorosas evidencias de crueldad, de corrupción e incompetencia, pero ocurre que la expresión más evidente de estas tres enfermedades es, inevitablemente, una fealdad que deforma los rostros. Una cosa son los actos, otra los efectos y otra más la imagen que resulta de esta secuencia. Sucede, además, que esta horripilante fachada no se esconde ni se disimula. Una de las caras más repelentes, la de una agresión despiadada y grosera, se manifiesta y exhibe, publicitándola y promoviéndola con el emblema humillante de un mazo de plástico. Estamos pues ante una fealdad triunfante y orgullosa de sí misma que quiere apropiarse de la historia del país, sometiéndola a su estética y religión.

A inicios de este año, la naturaleza de Caracas vino en nuestro auxilio ante la horrorosa fealdad que pretende enraizarse en nuestra historia. Por una ley de compensación, que tiene siglos persistiendo, nuestra naturaleza ha sido extraordinariamente generosa ofreciendo esperanzas y visiones enaltecedoras al espíritu. Nos asomamos al balcón aturdidos por un mal pensamiento y el vuelo geográfico de una guacamaya nos eleva y entusiasma con su amplia curva. Digo que la guacamaya es geografía por la gracia con que su ruta celebra la disposición de las montañas, sus colores la calidad de la luz y sus alas la dirección del viento. La actuación más fervorosa fue la de los araguaneyes. Bajo la consigna: “Amarillo es lo que luce, verde nace donde quiera”, dieron testimonio de la fuerza encendida que puede tener un despertar.

Y ha ocurrido ese despertar.

Es angustioso e indignante observar la fealdad de los victimarios ante la belleza de las víctimas, de jóvenes cuyas almas están vivas y han preferido ser mártires antes que pillos, esbirros o emigrantes, y que el destino del país se esté decidiendo en esta balanza y no en la seductora y justa política de los votos.

El sufrimiento de unos seres cuyo espíritu inspira tanto sadismo en sus represores, nos lleva a preguntarnos hasta qué punto será llevada esta política del crimen, de los mazos y las quijadas de burro, de perdigones que buscan los pechos más lozanos y prometedores.

Espantados ante los crímenes que hemos sufrido, estamos próximos a una refundación de la política. Ahorrará muchas vidas el que aquellos gobernantes que ya no soporten sus conciencias se presenten ante el país como aquel militar que confesó haber fracasado y aceptó la responsabilidad de sus actos.

Ese día comenzó una nueva etapa en la historia de Venezuela. Que los efectos hayan sido desastrosos no es culpa de la política, sino al contrario, de la inmadurez política de un país harto de sus partidos y dispuesto a lanzarse a un gran vacío. Han pasado más de dos décadas y ahora los venezolanos conocemos las posibilidades y consecuencias de la política. Nunca hemos estado mejor preparados para la más simple de las soluciones, unas elecciones libres.

Federico Vegas 

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